REFLEXIONES A PIE DE TABLERO (Accésit del XX Premio Internacional de Relato Breve Julio Cortázar)

Ahí estaba, a tres centímetros del poderoso alfil, a punto de matar al rey blanco. Todo un honor para cualquier ficha, y mucho mayor teniendo en cuenta mi condición de peón. Era una decisión sencilla, solo tenía que dar un paso firme, y esa noche en la caja todos brindarían en mi nombre… incluso las torres que tenían por costumbre mostrarse distantes.
De repente percibí la presión de los dedos índice y pulgar alrededor del cuello. Y con ellos volví a notar esa sensación de desprecio hacia los míos, tan extendida entre cuadrículas. Nunca se nos respetaba, ni en estos instantes cruciales en los que nos convertíamos en imprescindibles soldados de largo sable. 
 Lo que hasta el momento semejaba una decisión sencilla se tornó en un complejo dilema, y todo por la falta de tacto del ideólogo, siempre pendiente de su ombligo. Lejos quedaba ya la arenga anterior a la batalla. “Sois los mejores, sin vosotros esto no sería posible, hacéis que nos sintamos orgullosos, todos estamos en el mismo barco…” Palabras vacías, huecas, que ahora parecían perderse en el firmamento como el globo que escapa de las manos de un niño.   

Volví a notar sus dedos. Él seguía ahí presionando el cuello. Entre tanta reflexión había ignorado por un momento su presencia. Posiblemente estuviera sonriendo, satisfecho de la buena suerte. Y entonces se agrandó la duda ¿qué se nos había perdido en esa batalla? La respuesta dibujó un rictus agrio y me acordé de mi padre, de mi abuelo y de tantos otros peones avanzando como caballos con anteojeras, abriendo camino al resto de la tropa. Paso a paso, poco a poco, cayendo como moscas al capricho de una mano tuerta. Dejándonos la vida a las órdenes de un señorito cuando las energías las debiéramos emplear en enfrentarnos con el que manda o en escapar de ese circo.
Pero nadie pensaba así en el lugar, y tenía miedo de compartir mi visión con el resto. Además no era el momento. Noté una mayor relajación del patrón. Ya no le sudaban los dedos, pero seguía apretándome el cuello. Y el ambiente comenzaba a ser festivo para las negras. Yo sin embargo iba hacia el precipicio. No me quitaba de la cabeza el ninguneo al que normalmente éramos sometidos. Y me repugnaba la arbitrariedad de esa misma cabeza pensante que siempre exponía con alegría a cualquier peón para proteger a las demás piezas.
Y de nuevo me azotó el vértigo sobre la vertical. Una vez suspendido, noté la euforia con la que él me balanceaba en el aire, antes de plantarme en la casilla en la que estaba el monarca. Se había terminado el tiempo de la reflexión. La rabia cosechada en el último minuto ayudó a multiplicar fuerzas. Lo tuve claro. Volqué todo mi peso sobre el costado izquierdo y comenzó un pulso sostenido con los dedos a los que servía. Finalmente, pude doblegar su voluntad, y me precipité a la casilla contigua dando un paso al frente y cayendo sobre el tablero con la sonoridad con la caería un elefante sobre el parche de un tambor.
Se hizo el silencio. Luego se escuchó una sonora carcajada que provenía del titiritero de las blancas, y a él le siguieron un sinfín de movimientos en ambos ejércitos, o lo que quedaba de ellos. Los míos parecían arrastrarse, casi sin aliento, fatigados ante la dureza de la contienda, mientras que los paliduchos mantenían el ritmo alegre de la huida.
Finalmente la partida terminó en tablas, aunque el rostro de mis compañeros indicase otra cosa. Esa noche no hubo fiesta, ni brindis por mí, ni torres amables, ni risas largas... pues dentro de esa caja que parecía más pequeña que otras noches, solo crecían espaldas anchas y negras sombras. Entre ellas, mis ojos sepultados latían con fuerza, y al rictus de amargura le había sustituido una sonrisa impredecible ante la ausencia de luna.

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