EL ÚLTIMO TREN

Son las doce horas, un minuto y quince segundos, parece gritarme el gran reloj de la terminal. Noto como la sinergia entre pulmones y corazón golpea las costillas. Me cruzo con el jefe de estación banderilla en mano. Con los pies en el andén, proyectado hasta el infinito, se confirman mis temores. El tren la ha secuestrado, y las vías cómplices se interponen en mi camino. Ya no hay espacio para la reconciliación. Derrotado dejo caer mis manos abiertas. La derecha libera un ramo de rosas blancas, sus preferidas. Lejos de echar a volar, golpean el suelo con rotundidad. Un segundo después, unas suaves manos envuelven mis ojos.

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