EL PIANOLISTA
Sacó su enorme pianola, se sentó sobre el taburete y empezó a tocar el instrumento con la falsa soltura que su padre le había enseñado. Conforme iba avanzando con esa levitación tan propia de él, salían hombres y mujeres de los establecimientos más variados: bancos, gestorías, bufetes de abogados, gabinetes políticos, grandes consorcios empresariales… Y así, poco a poco las calles se convertían en el fluir constante azul, grisáceo, casi negro, privado de colores tan impropios en adultos trajeados.
Luego, saltando y bailando, alternando parejas, girando como peonzas, entrelazando antebrazos, robando carteras con la destreza propia de toda una trayectoria profesional avanzaban, recorrían calles y avenidas, ante la atónita mirada de una muchedumbre pobre y agotada.
Finalmente terminaban expuestos ante ese precipicio que toda gran polis esconde en sus afueras. Mientras, el “pianolista” seguía azuzando, con ese tema tan pegadizo, a la variada fauna. Así, sin poder resistirlo, los banqueros, asesores fiscales, abogados, políticos, empresarios… saltaban sin miramientos al vacío, y desaparecían en la oscura negrura del hoyo, como Alicia y el conejito, mientras en el aire disfrutaban de las últimas notas.
Algo más lejos, en la urbe, cuando parecía enterrada la codicia existente: el panadero, el carnicero, el barrendero, el obrero… así como el resto de eros, atónitos e indignados hasta hacía escasos instantes, se apresuraban en ocupar los flamantes aposentos de los ahora fallecidos.
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