DIEZ PASOS PARA ENCONTRAR LA FELICIDAD (Finalista del IV Certamen de Realtos Alberto Fernández Ballesteros)


PASO UNO: Acércate a la fachada de tu casa. Fíjate en la pared. Llevas cinco años pagando fielmente la hipoteca, y te quedan treinta por delante. Pese a ese esfuerzo titánico parece que tiene humedades. Saca las llaves y abre la puerta. Tener humedades pagando casi mil euros debiera estar prohibido.
            Deja que un sentimiento de congoja te invada.
“¿Qué sentido tiene tu vida?”
No hallas respuesta. La casa está desordenada. Desde que se fue Leonor nada se parece a lo de antes. Dirígete a la cocina. Abre la bolsa y saca la pizza. Pon el horno a calentar. Abre el frigorífico y extrae una cerveza.
“¿Qué estará haciendo Leonor?”
Deja que te invada la duda. Tras dos cervezas y una llamada a tu madre, la pizza estará libre. Sácala con los guantes que compraste en la Teletienda y acude con ella en el carro transporta comida (que adquiriste en la cadena esa en la que tanto compras) al salón. Por el camino el robot aspiradora te tenderá una trampa. Cáete. No es para lo que estaba diseñado el robot, pero la vida a veces va más allá de cómo estaba diseñada.    
    

  Tras recoger la pizza del suelo te tumbas en el sofá de cuero que os regalaron tus primos por la boda, y con el mando en una mano, cambias de canal mientras con la otra sostienes la porción que parece querer desprenderse.
Mira el mando. Respira aliviado. Menos mal que has contratado la televisión de pago, pues si no ahora tendrías que aguantar noticias desagradables del mundo.

PASO DOS: Tras la siesta improvisada te das cuenta que el sentimiento de congoja sigue estando presente. Afortunadamente lo cobras bien, y la crisis no se ha llevado por delante tu empleo porque, si fuera así, (deja que te invada una congoja mayor) a ver cómo pagabas la hipoteca de esa casa llena de humedades.
Un pensamiento te conduce a otro y Leonor tampoco te ha llamado hoy.
Reflexiona: “si lleva treinta y cinco días fuera de casa y no llama, tal vez sea porque no quiere volver”.
Necesitas algo para no pensar en ella. Levántate. Vete a la cocina y coge del frigorífico el helado de chocolate. Te invade una duda. A la dietista le dijiste que ibas a tomar helado solo los fines de semana, y estamos a martes.
Pregúntate: “¿quién es la dietista para tomar decisiones por mí?”
Tienes razón. Cucharilla en mano devoras la caja de helado de chocolate mientras en la tele sigues viendo series americanas de bajo presupuesto.
Vuelve a repetirte: “Menos mal que la televisión es de pago”. Dítelo fuerte. “MENOS MAL QUE LA TELEVISIÓN ES DE PAGO”. Hay que reforzar los avances que existen en los países desarrollados.
Tras el helado, el sentimiento de congoja sigue ahí, como si fuera un cachorrito acurrucado sobre el pecho de tu perra. Es la segunda vez que se te viene a la cabeza la congoja. El asunto empieza a ser serio. Lo malo de trabajar solo por las mañanas es que luego tienes todas las tardes para pensar, y cuando los pensamientos no acompañan, la vida resulta muy cuesta arriba, como cuando tu pareja te dice que tenéis que hablar después de medio año sin apenas intercambiar palabras. Decide algo pero decídelo ya, de lo contrario te volverás loco.

PASO TRES: Camino del centro comercial en el Todocamino el mundo es maravilloso. Echas de menos a Leonor, llamando a alguna amiga y contándole la última adquisición en artículos de cocina, o esa joya que de camino a casa le compraste. No te preocupes. Seguro que un día de estos encontrarás en la sección femenina, esa en la que siempre te detienes para añorar la ausencia de tu ex, a alguna mujer dispuesta a ser agasajada con lencería interior.
            Pon la radio. A veces escuchar música te permite distraerte. Cambia de emisora.
“¡CUIDADO!”
Di mierda: “Mierda”.
No. Dilo más fuerte. “MIERDA”.
Acabas de chocar con un coche cochambroso. El golpe no ha sido grande pero ya has aboyado tu flamante Todocamino. Bájate cabreado. Échale en cara al “gualtraposo” ese que no se puede frenar a lo loco, que hay que señalar los movimientos, que de qué va. Mueve los brazos con muchos aspavientos.
Di varias veces vaya tela: “Vaya tela”, “vaya tela”.
Fíjate. El “tirado” ni se inmuta. Arregláis los papeles y el del coche cochambroso se va tan feliz.
Te lo estás preguntando. Hazlo en alto para que las palabras alcancen una dimensión más terrenal: “¿Cómo se puede ser feliz con ese coche de mierda?”

PASO CUATRO: Gira la cabeza desaprobando la forma de conducir de todo el que hay alrededor. Resopla unas cuantas veces. Toca el claxon siempre que te lo pida el cuerpo. Blasfema y acuérdate de los ancestros de algunos conductores. Con coches como el tuyo deberían dar preferencia en la carretera, incluso por delante de ambulancias u otros vehículos de urgencias.
            Notas algo en el pecho. Es como si el sentimiento de congoja creciera, como si tuvieras un flotador pequeñito alojado en los pulmones y alguien, Leonor mismo, soplase para que te faltara el aire.
Da el intermitente a la derecha. Menos mal que ya has llegado. Aparcas el coche en discapacitados. Siempre lo haces, porque como eres buen cliente sabes que no te van a decir nada. Además tú ahora no tienes pareja por lo que de alguna manera te sientes algo discapacitado e incluso, si te obligaran a ir a juicio, podrías ganarlo.
            Sonríe. Menos mal que te tienes a ti mismo para alegrarte el día.

PASO CINCO: En la sección de caballero revisas toda la peletería. Siempre es cara esa sección y no hay mejor cura para tu congoja que demostrarte lo qué vales. Pese a ello, das dos vueltas y no te convence nada. Dudas si preguntar, pero todas las dependientas están ocupadas.
            Da igual. No es lo que estás buscando. Continúa andando. Date prisa, pues aunque el sentimiento de congoja ha disminuido, sigue estando latente. Coge el ascensor. En él, un par de señoras conducen sus carros de marca. Da gusto cuando las marcas están presentes desde el nacimiento. Un sentimiento de orgullo nace en tu pecho, consiguiendo que respires con más holgura. Párate un momento. Esos pensamientos pueden ser clasistas. Sonríe. Eres clasista. Lo sabes y además estás orgulloso.

PASO SEIS: Coge esa perchita. Pon a contraluz las bragas que acabas de mirar. Esas bragas le podrían sentar bien a muchas personas, entre ellas a la dependienta que no te quita ojo. ¿La recuerdas? Te ha vendido muchas cosas.
Acércate y pregúntale algo banal: “¿Tenéis algo de Agent Provocateu?”.
Has dado en el clavo. Así por lo menos demuestras que tus gustos son exquisitos, y que a tu lado iba a estar como una reina. Te mira raro. Levanta una ceja y te dice que no conoce la marca. ¿No la conoce? Piensa que rápidamente le regalabas un conjuntito y luego, después de gastarte un pastizal se lo quitabas a bocados.
NO. No se lo digas. Era un pensamiento loco. Hay ciertos códigos que un caballero debe tener presentes. Y más si quiere dejar constancia de tener estilo y clase.
Obviado el impulso te asalta un pensamiento. “Necesito sexo ya”.
Sugiérete “Tal vez llame a Leonor esta noche”.
Y esa sonrisa que tiene la dependienta.
Hazte preguntas en ráfaga como si fueran balas que salen de una kalashnikov: “¿Le habré hecho gracia?”. ”¿Se estará riendo de mí?”. “¿Me estará intentando seducir al conocer mi solvencia económica?”.
Tal vez debieras explicarle que esa marca es la más cara del mundo cuando a lencería se refiere, y que viéndola con los ojos con los que la ves, no te importaría regalarle un conjuntito.
Vuele a aparecer el silbido en tu garganta. La situación te desconcierta tanto que te planteas abordarlo de una forma seria. Invítala a cenar. Mejor no. Tal vez hoy no sea el día. Dale las gracias. No divagues y huye. Además, en esa sección poco se te ha perdido.

PASO SIETE: Es el momento de acertar de una vez por todas antes de que te falte el resuello. En el departamento de informática siempre hay juguetitos que te pueden apartar de tus problemas.
Observas todo. Lo ves con avidez. Sabes que si tuvieras un mejor sueldo o una hipoteca más baja te podrías llevar varias cosas un mismo día. Pero no se puede tener todo.
Te detienes en portátiles de última generación. Son caros pero deben de darte prestaciones que no tiene ni el Todocamino. Aunque por otra parte en casa ya tienes cinco portátiles. Tal vez para una persona sola, aunque seas publicista, son muchos portátiles.
Di que no: “NO”.
Tus pies se resisten a abandonar esa sección.
Gira el cuello. A la derecha tienes la de fotografía. Es un mundo que te apasiona, pero no tienes ni idea de tirar una foto y, aunque como publicista ese dato lo obvias en tu perfil, la realidad siempre es más cruda de lo que uno quiere ver. Se te vienen a la cabeza las humedades. Es el claro ejemplo de realidad cruda, mohosa y resbaladiza. Tan resbaladiza como el dinero que destinado al pago de la hipoteca te quita religiosamente el banco.
No te pierdas. Vuelve al aquí y al ahora. Recuerda que las tres últimas cámaras las has terminado regalando a algún familiar listillo. No es el momento. Mejor vete a la sección de robótica.
            Piensa que es un acierto que una gran superficie tenga una sección así. La pena es que no estén suficiente explicados los diferentes “cachivaches inteligentes”.
            Coge por banda al dependiente de turno y pregúntale cosas. Al final el hombre terminará explicándote el funcionamiento de un robot limpia-fondos de piscina, el de un robot mayordomo que te recibe siempre con un “Hola señor. ¿Cómo está usted?” y el robot que cocina solo y que va cuatro planetas por delante de la Termomix que desde que no está Leonor se ha quedado desempleada.
            De repente ves un perrito robot que solo cuesta mil euros. Dirías que es una monada llevándote la mano derecha a la boca, pero siendo un hombre con barba al que acaba de dejar su mujer no es tal vez el comportamiento más esperado en una sociedad estereotipada.
            No obstante, cuando has visto ese perrito robot, te has dado cuenta que ahí está la felicidad y que tal vez, teniéndolo en tu poder, te libere de esa presión en el pecho. La emoción es máxima. Empiezas a levitar por el establecimiento. Te gustaría aletear como un niño pequeño, pero frente a eso, le dices cinco veces seguidas al hombre de azul que te atiende que quieres ese robot perrito.
            El dependiente levantará las cejas. Piensa que tal vez has sido desmedido.
Dile que… no sé… invéntate algo que te haga parecer normal.
            Justifícate: “Es que a mi hija pequeña le hacía mucha ilusión en las pasadas Navidades y no encontramos nada”.
            El hombre lo levanta y se dirige al mostrador. Acompáñalo. Notas como vuelves a recuperar la alegría. Caminas con determinación. Abres la cartera y de ella sacas distintas tarjetas. No sabes si pagar a débito o a crédito. La emoción te impide que pienses con claridad. Dile que te diga un número del uno al dos.
“¿Dos?”
Pagas con una Visa Oro.

PASO OCHO: Camino a casa con el coche aboyado y el perrito robot en el maletero del Todocamino todo es felicidad. Te sientes lleno, completo, libre de presiones. No necesitas nada, ni a nadie. Ya no te acuerdas de Leonor. Conduces como si fueras un adolescente problemático al que le acaban de dejar el coche. La vida debería ser ese sentimiento de ligereza todo el tiempo. Y en el pecho, ni rastro del flotador que te oprimía.
            Ya en la urbanización ve saludando a todos aunque no los conozcas. No se es tan liviano todos los días.
Dejas el coche perfectamente aparcado en el garaje. Te llenas de valor para enfrentarte, con tu robot en la mano, a las humedades de la mañana.
            Nada. No te duelen nada. Tanta congoja y al final por menos de mil euros un cánido inteligente te ha solucionado el problema. Te tumbas en el sofá de cuero satisfecho y pones la tele.
            Deja que la caja descanse sobre ti. En ella estará segura tu brillante solución. Sin agobios, sin problemas, ni la necesidad de llamar a un ñapas para que te cobre por una chapuza. Todo es redondo.
Con la tele de pago sonando de fondo te quedas dormido, como cuando eras niño y no parabas durante todo el día.

PASO NUEVE: Levántate aturdido. La televisión sigue puesta aunque no sabes realmente cómo has terminado ahí. Asústate. Notas un pequeño peso opresor en el pecho. Relájate. Es el perrito robot que compraste ayer. Con tanta emoción no lo probaste.
            Abre la caja con cuidado. Enciéndelo. No leas las instrucciones. Seguir las instrucciones es para analfabetos o funcionarios y tú eres un emprendedor.
Disfruta de él. Tras un rato manipulándole sientes necesidad de compartir la compra con algún afecto. Saca del bolsillo del pantalón el móvil de última generación con el que intentas dar envidia a todos los compañeros de trabajo. Mira que te costó conseguirlo. Busca en la agenda de contactos la persona idónea con la que compartirlo.
            Pasas los de la familia. Con la mitad solo tienes relación en las bodas, y la otra mitad siempre está ahí, pero te aburren. Llegas a Leonor. Omítela. Si la llamas tampoco te va a responder. Pasas los del trabajo. Te odian en la misma medida en la que tú los odias a ellos. Pasas los contactos de la universidad. A los cincuenta te quedan lejos. Luego hay contactos sueltos. Te paras un momento en un nombre.
“¿Agustín?”. “¿Quién carajo será Agustín?”
            Di con verdadera sorpresa: “¡Ah, el cochambroso de ayer!”
Vuélvete a preguntar por qué era feliz ese hombre con el coche ridículo que llevaba. No obtienes respuesta.
            Definitivamente no tienes a nadie con quién compartir la última compra.
            Repítete que lo mismo da, que eres un tipo feliz con un perrito robot gracias a un buen sueldo, acorde con tu buen chalet y tu mejor coche y que poca gente puede decir eso.
            Tras jugar un rato con él, miras hacia la humedad. Está ahí, no te despierta congoja, aunque la sensación de plenitud de ayer por la tarde frente al dependiente ha remitido. Reflexionas sobre el poder del dinero. Que dijera un número del uno al dos, con tu tarjeta de débito en una mano y la de crédito en otra, no está pagado. Tal vez suene un poco snob o pretensioso, pero tus padres te enseñaron a ser consciente del poder que tienes.
            Tras jugar un poco con el perrito robot déjalo estar, no vaya a ser que se estropee el primer día.

PASO DIEZ: El perrito robot sigue ladrando al robot aspiradora. Las guerras entre ellos son fratricidas y tú ya estas harto de tanto ladrido enlatado.
Es el segundo fin de semana que pasas con el chucho desde ese martes y te está sobrando la última semana. Cógelo. Desconéctalo. De camino al sótano reparas en las humedades. Detente frente a ellas. Vuelve a parecerte una locura que una casa por la que pagas una hipoteca tan alta tenga humedades.
Notas ese flotador de nuevo en tu pecho. La sensación de congoja vuelve a aparecer con fuerza. Caminas rápido por el jardín hasta dar con la puerta que te lleva al sótano. Enciendes una bombilla sin lámpara. El polvo del lugar te hace estornudar. Al final ves la puerta. Te diriges a ella esquivando cinco bicis compradas en los tres últimos años. El perrito robot sigue en tu brazo derecho. Con el izquierdo abres el pomo de la puerta.
Un mar de objetos se avalancha sobre ti. Terminas medio sepultado por los cachivaches que has ido guardando en el trastero desde que llevas en esa casa.
Cinco años son muchos objetos.
Tras incorporarte intentas meterlos de uno en uno en esa habitación del demonio. La mitad de ellos no sabes cuándo los compraste, y la otra mitad desconoces para qué sirven. Cuando ya solo queda el perrito robot, apenas hay espacio. Lo metes con fuerza y cierras la puerta con pestillo. Ahora, después de dedicarle esa media hora a ordenar basura hazte la pregunta del millón.
“¿Para qué quieres tantos objetos inservibles?”
Tal vez encontrando la respuesta adecuada puedas poner orden en tanta desdicha.
Se hace un silencio más rotundo que tu soledad.
No hallas respuesta, pero alguien está soplando con fuerza en tus pulmones.

Apresúrate. Coge el coche y acércate al centro comercial. Seguro que allí puedes poner freno a esa sensación de ahogo.

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