OH! CAROL


Si las comidas las empezara por el postre, podría decir que cuando entré hacía tiempo que Fifí ladraba haciendo honor a su sombra. De lo contrario no estaría hablando de Fifí. En el piso de abajo los golpes en la pared habían despertado al bebé. La carta que voló desde España estaba sobre la mesa que utilizaba como escritorio la señora Brown.

La Señora Brown nos pedía que la llamáramos Carol. A mí me sonaba a caracol dicho por un niño muy pequeño. Ella tenía tres hijos, aunque el más pequeño todavía no decía Carol intentando decir Caracol. Tampoco lo decía sin intentar decir otra cosa. 



La Señora Brown nunca estaba con su hijo, para eso pagaba a Maribel, que además de cuidar al pequeño le gustaba comer tacos y escuchar corridos. A lo mejor la Señora Brown no se había detenido a pensarlo, pero el pequeño se pasaba tantas horas con Maribel que aprendería a decir Caracol antes que Carol, aunque estuviésemos en Georgia y no en México D.F.
En el estado de Georgia, las casas grandes se miden por el número de ojos que hacen falta para recorrer el ancho por el alto de la finca. La casa de los Brown, siguiendo ese principio, era grande. Incluso podíamos decir sin miedo a equivocarnos que era más grande que las casas de al lado. Pese a ese dato, en ese mismo estado, las pequeñas solían tener muchos más ojos tropezándose. Otra diferencia eran los nombres de las viviendas: las grandes se acompañaban de un apellido irlandés, mientras que las pequeñas carecían de buzón y se las conocía por el tipo de negocio clandestino que en ellas se diese. Si no desarrollaban ningún negocio clandestino nadie las conocía, sabiéndose de personas que salieron de su casa y no la volvieron a encontrar.
            La Señora Brown vivía allí desde que se casó con el Señor Brown. Antes de ello vivía en la casa de sus padres, que tenían muchas fincas e incluso un barracón de madera. Pese a ser de madera era una reliquia pues se había levantado siglos atrás cuando los ancestros de sus trabajadores cobraban comida y cantaban bajo el sol.
Tras lanzar el ramo, entraron a vivir juntos. Les acompañó un hombre con mono parecido al mío y dos mujeres grandes que amaban el rhythm&blues. De eso hacía un tiempo. Siendo más exacto, tres hijos después. Los gemelos separados del más pequeño por la métrica exacta del acné.

Yo, antes de leer el anuncio en el periódico, vivía en una habitación en el barrio de San Carter. El baño lo compartía con otras ocho personas. Los hispanos que conocí allí, bromeábamos con el nombre del barrio. Lo llamábamos Sin Cartera pues, si tenías una, más pronto que tarde te la quitarían.
Me ganaba la vida como camarero en el centro de Atlanta. Y un poco más atrás, había sido limpiabotas en una zapatería del barrio judío. Trabajo que compaginaba con el de limpiador de un Mcdonals a intervalos de cajas de cerilla. Y mucho antes de todo vivía en España, aunque tanto antes que de vez en cuando se me olvidaba.
Después del anuncio del periódico, llevaba siempre unas tijeras de podar y un mono verde con mi nombre escrito en letras blancas. Por encima de mi nombre, ocupando más espacio que el que había dedicado a mí, estaba bordado el apellido de la casa. También tenía una carretilla, que era lo más cerca que había estado en EEUU de tener mi propio vehículo. Aunque lo que más me gustaba de la casa de los Brown es que me dejaran un cuarto junto al resto del servicio con aseo incluido y que además no era de madera como los barracones que tenían los padres de Carol. Con todo ello me aseguraba no perderme algún día volviendo a mi casa sin buzón en el barrio Sin Cartera.
En esa misma vivienda, parte del servicio lo formaban dos mujeres que vestían con un delantal blanco, con el mismo apellido irlandés que el mío, y una cofia del mismo color; un hombre delgado que comía espaguetis y conducía un vehículo más caro que el que me habían asignado, y la babysitter que cuidaba del hijo pequeño de los Brown, empecinado en imitar a las serpientes de Caracol.

El primer día que me tropecé con la Señora Brown, descendía sola por un camino asfaltado al que yo había accedido tras atravesar un portón de los inteligentes. Me habló como esos dibujos animados, rápido sin abrir la boca. Medio la entendí, medio no, pues mi inglés del barrio Sin Cartera se parecía más al inglés que hablan en la Castellana que al del Estado de Georgia. De lo poco que entendí estaba la pregunta esa de cómo podíamos ser los Pepes tan parecidos.
Era una mujer tan fina como los espaguetis. Luego supe que no le gustaban ni lo espaguetis ni lo italiano. Prefería la tortilla de patatas y sestear. El pelo era rojo como el fuego, aunque en sus ojos las brasas estaban apagadas. La seguí hasta la casa. Luego me presentó a sus hijos. Se olvidó del pequeño. Me presentó a los demás trabajadores de la casa, salvo a Maribel que estaba con el pequeño. Fifí se presentó sola, con ladridos de rata ladradora. Menos mal que sabía ladrar, pues tenía tamaño para morir pisoteada sin remordimientos. La Señora Brown siguió contando cosas con ese habla de dibujo animado japonés, mientras descansaba su mano en mis brazos.
El Señor Brown estaba trabajando. Era una costumbre que tenía, como la de ser rubio y pecoso. Él y la Señora Brown eran como la noche y el día más allá de la puesta de sol. Con el Señor Brown no había hablado todavía. Lo había intentado pero siempre se daba la vuelta en el instante justo. La señora sin embargo me preguntaba por cosas que ni yo había pensado. Entonces mi cabeza se daba la vuelta hasta marearse y a veces me descubría al otro lado del espejo. El Señor Brown cuando trabajaba dirigía una empresa grande de cosecha y distribución de productos hortofrutícolas. Seguramente, sin haberlos conocido, añoraba los tiempos en el que todos los trabajadores cantaban bajo el sol. A Carol no le gustaba esa forma de ver de águila, y aunque con las mujeres de cofia apenas se detenía, a mí me trataba como si fuera un cliente igual de rubio o pelirrojo que cualquiera de ellos.


Todos los días, desde que entré por la puerta, me buscaba cuando estaba con las tijeras de podar. Buena planta decía que tenía yo, aunque mejor que la mía, siempre desde el respeto, era según contaba la del otro jardinero. Yo no sabía cómo se llamaba pero era de echarse la siesta. Carol, como quería que la llamase, también me decía que yo me parecía a él o que él, yo y todos los Manolos y Pepes del mundo éramos iguales. Me acercaba cualquier flor para dejarla sobre mi mano. Así, con las flores que posaba en mi mano ordené ideas y asocié nombres a imágenes. El clavel, el lirio, el crisantemo, el narciso, la orquídea… Con ellas me hacía cosquillas en la mano como si me conociese desde que ambos vivíamos en un barrio de Madrid, del que ella ni había escuchado hablar. Mientras lo hacía, buscaba defectos en los ojos. Un día encontró una pestaña. Luego me dio un beso en la boca. No sé cómo lo hizo, pero sí sé que lo hizo. Yo no me opuse, porque conocía las dimensiones de una habitación sin baño sita en el Barrio Sin Cartera. Luego me pidió perdón y se fue.
            Otro día me habló de las lilas, de las malvas y de las rosas. Decía que las rosas eran como la vida, bella pero llenas de espinas. Me parecía una frase muy manida, pero no quise decírselo. Y aparte de hablar pintaba óleos frescos con sus dedos sobre mi antebrazo. Según ella todo era difícil en su vida. La mía, pese a la comodidad del nuevo trabajo, me parecía peor. Cuando no hablaba de flores, fantaseaba con ser un charran, pues decía que eran tan libres que se pasaban la vida en el aire, yendo del Ártico hasta la Antártida. Señalaba que la casa se le quedaba grande pues, como ya mencioné al principio, eran necesarias bastantes personas para recorrerla con sus ojos. Y a los gemelos, con sus ojos, apenas los veía. Los gemelos estaban siempre en su casa del árbol, en sus ordenadores, por la finca con sus motos eléctricas o en su defecto afilando los rifles contra botes. La mala suerte se cebaba con los animales del bosque más que con los propios botes. Donde nunca estaban era al lado de su madre.
            Otros días me preguntaba cuántas mujeres podíamos tener los Pacos. Yo le respondía que muchas. Sus ojos se detenían en mi nariz, y en mis omóplatos. Tras ello los recorría a la carrera, trazando un triángulo. “Como la madre, la abuela, la hermana, la hija, la mujer…”, le respondía. Volvía a recorrer el triángulo más despacio, hasta cansarse. Luego afirmaba que todos los Pepes éramos iguales. Que en realidad quería decir que estaba harta, aunque no me decía de qué. Se levantaba y entraba en la cocina donde sonaba “Johny be Good” o cualquier otra de Chuk Berry. Cuando la Señora entraba, las cocineras bailaban lento y cuando se iba todo era un twist. Cogía una botella o dos y se la llevaba a una habitación del segundo piso. El tamaño era similar a la suma de la mía, la del chófer, la de las dos mujeres con voz grave y la de la mejicana (esta última se pasaba más tiempo en la habitación, contigua a la de los Brown, con el pequeño que en la propia). Allí encerrada, Carol comprobaba que el interior de las botellas guareciese el líquido que indicaba en la etiqueta. Se aseguraba de que no hubiera dudas. Y terminaba de comprobarlo cuando se llevaba cualquier otra superficie a la boca intentando convertirla en líquido. Yo cuando escuchaba el estruendo, al desplomarse como un ciprés sobre los grandes suelos de madera, si no estaba el Señor Brown en la casa, entraba. Ella decía palabras sueltas en castellano, como cualquier estudiante de intercambio. Nunca la escuché decir Caracol. La ayudaba a levantarse y la tumbaba en la cama.
            Los fines de semana todo era más tranquilo. Yo debía recoger la correspondencia que llevaba escondida en el buzón desde hacía un sábado; limpiaba el instrumental del oficio que desempeñaba desde que leí el anuncio; paseaba por el bosque y enterraba los animales que accidentalmente se habían encontrado con una bala de los gemelos; hablaba un rato, en otra lengua diferente a la del lugar, con Maribel para que no echara de menos a los huevones consanguíneos de su Jalisco natal.

Ese sábado en cuestión llevaba en la casa el tiempo de leer ocho suplementos semanales sobre pesca y caza, que Carol nos traía tras haberlos hojeado su marido. Por la mañana las cocineras comentaron que con los días estaba cada vez más enraizado. También comentaron que la Señora Brown no tenía ya raíces. Los gemelos, Tom y James, tras coger sus escopetas se habían adentrado en el pequeño bosque que había al oeste de la casa, dentro de la misma finca. Yo mismo vi como unos arbustos engullían sus cabellos morenos. Le habían comunicado a Carol que simplemente iban a mejorar su puntería con algún bote. La última vez que dijeron eso cazaron cuatro pajarillos, un par de liebres e incluso una ardilla. Yo subí un par de macetas a la buhardilla y la Señora Brown me pidió que fuera una paloma mensajera.
            Esa mañana la mayoría de las cartas eran de la empresa del Señor Brown, pero había una que venía de fuera. Remitente: Juan Holgado Heredia. C/ Virgen de los Necesitados. N18. C.P: 14711 Córdoba. España.
En el piso superior estaba la niñera jugando con Peter. Así le llamaba. Mientras la perrita Fifí, que apenas hacía ruido al andar, estaba en la habitación contigua con Carol. Al entregarle la correspondencia sus cejas se elevaron como lo hace un globo aerostático y llamó a la puerta en la que jugaba la mejicana. Dejó a Peter y entró en la habitación de la señora. Supongo que tenía más confianza con ella para que le leyese las cartas. Al cabo de media hora la señora y la mejicana salieron.
            Entró en la cocina acompañada del animal ladrador. En dicho habitáculo se volvió a silenciar la música. Esta vez sonaba “Lucille” de Little Richard. Cogió una única botella de whisky. La mejicana siguió a lo suyo en el cuarto con Peter. Yo me quedé en la cocina. Antes de que se fuese le pregunté: “¿Carol te pasa algo?”. A lo que me respondió que para mí era la Señora Brown, que le tuviera respeto. Subió como la espuma hasta la bohardilla. Luego bajó, como lo hace la espuma después de subir y sin mediar palabra se llevó a Fifí. Pregunté por el amor a los animales que había en aquel lugar. Me dijeron que toro manso ni mata ni procrea. Respondí que hablaba de Fifí no de otras cosas. Se rieron ambas y comentaron que no me preocupara, que no era el primero en sorprenderme ante datos tan personales. Quise saber más, pero empezaron a cantar “Hit the rock Jack” que empezó a sonar en esa emisora, como si hablaran con un primo lejano.

Escuché un estruendo grande como otras veces. Las cocineras se miraron con la boca abierta. Todo me sonaba a repetido. Tras un rato subí para avisar al Señor Brown. La mejicana jadeaba y los golpes en la pared eran como los de un bajo en una canción pegadiza. Entendí que sería mejor no molestarles. En la habitación de al lado se oían los llantos del niño. Decidí subir solo a la buhardilla. Llamé con nudillos que se escapaban. Ante la falta de respuesta, escasos ladridos de rata, decidí dar el paso.
Cuando entré, Fifí ladraba mientras asía, con esos dientes pequeños, un camisón de Carol. En el piso de abajo los golpes en la pared eran más intensos. Entendí porque Maribel llamaba al Señor Brown por su nombre de pila.
La carta que voló desde España estaba sobre la mesa, que hacía de escritorio de la Señora Brown. El camisón que enganchó Fifí, ante la intensidad con la que tiraba, dejó al descubierto un pecho de Carol que estaba tumbada en el suelo, con los ojos vueltos. La botella tenía poca cantidad de líquido. Los ladridos me ponían nervioso. Los nervios no me dejaron ver las dos pastillas que lejos del bote se habían escapado a los pies de la señora. La levanté y la posé en la cama. Su ritmo cardiaco era como el corretear de un niño que empieza a hacerlo. Tres pasitos de repente, luego doce más rápidos. Una pausa. Otros dieciocho latidos.
Cuando el Señor Brown dejó de hacer ruido en la habitación inferior, pude pedirle que subiera. La mejicana fue entonces a atender al bebé. El bebé lloraba mientras daba patadas. Cuando entré con el Señor Brown, el cuerpo de Carol, tendido sobre la cama, empezó a moverse hacia todos los lados, como si fueran varias personas escapándose en direcciones opuestas.

En la camilla, cuatro suplementos semanales después, los hombres de bata blanca pero sin cofia dijeron que no se recuperaría. Que se había actuado tarde y los daños eran un billete solo de ida. El Señor Brown, Peter para la mejicana, no lloró. Entendí que ahí terminaba mi trabajo como jardinero.
            Luego me despedí de todos. La mejicana estaba en el salón. Desde hacía poco, se acostaba siempre con una sonrisa. Ahora de forma casi oficial en la habitación de los Brown. Utilizó la misma sonrisa para decirme adiós. El chofer, sin moverse de la cama levantó las manos y dijo “Chao Bambino”. Las dos mujeres de pelo rizado me dieron sendos abrazos que casi unen las costillas opuestas como lo haría un acordeón. En la radio sonaba “Oh happy day”. Los gemelos con acné, dejaron las escopetas que estaban limpiando sobre el suelo, y me apretaron la mano. En ese momento, pensé que eran ya dos hombres y que se podían llamar perfectamente Jesús y Enrique. Al bebé no le dije nada. Solo supe que aprendería a decir Caracol antes que Carol.
            Supongo que el enorme jardín ya tenía sus malvas y yo ante la falta de habitación con baño integrado había olvidado el hospedaje del Barrio Sin Cartera. Al final todas las leyendas urbanas tienen algo de cierto.
Por ambos motivos decidí volver a España.

Tal vez, algún día me pase por la calle Virgen de los Necesitados para contarle lo ocurrido a Juan, y tomarnos un café que dé por concluida la comida.

Comentarios

  1. si las comidas empezaran por el postre que maravilloso de dulce la comida sería
    me gusta como escribes

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  2. La verdad es que el dulce en exceso puede empalagar. Me alegra que te guste lo que escribo. Ese tal vez sea un motivo más para seguir haciéndolo.

    Un saludo.

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