PREGUNTAS QUE TE HARÁS CUANDO YA NO SIRVA DE NADA (Finalista del VI Certamen de Realtos Alberto Fernández Ballesteros)
Toma la lista de preguntas
que te hubiera hecho.
No las contestes.
Que sigan vivas por lo menos
ellas.
Patricia Andrada.
Estarás
nervioso. Muy nervioso. Tan nervioso que no sabrás discernir si los nervios son
fruto de que el instructor se haya anclado a tu cuerpo y el salto sea
inminente, o si el motivo de esa angustia es que sospechas que algo se te
escapa pero no sabes muy bien qué es ese algo. Muy lejos de esa disyuntiva tu
cerebro seguirá barruntando. Hazlo sin miedo. Pregúntate:
En el mismo instante que asomes la cabeza por encima del
hombro del instructor que te precede, se asomará desde la puntita de la lengua
la respuesta. Y mientras estés hilvanando la historia en la que detallarás con
pelos y señales el lugar y fecha en el que os conocisteis, el tipo seguirá
dándote las últimas explicaciones y el portón de la avioneta permanecerá
abierto como una boca a punto de engullirte. Pero eso, descubrirás tras la
apreciación, te importará bastante menos: Fue exactamente en el cumpleaños de
vuestra amiga Elena, coincidiendo con la depresión que arrastraba Laura desde
hacía un tiempo, te dirás sorprendido. No obstante, esos datos te parecerán
insuficientes y creerás necesario vertebrar una historia algo más extensa. Así,
haciendo memoria, recordarás que Laura poco después de ese cumpleaños se apuntó
a un salto al vacío, acompañada por sus compañeras de trabajo, similar al de
ese futuro que estarás a punto de ejecutar tú. Surgirá una nueva duda, empujada
por la evidencia:
¿Cómo
pude creer que fue a saltar con las compañeras de trabajo, si la más joven no
baja de la cincuentena?.
Mientras tu cerebro esté justificándose ante
tanta candidez, los dos primeros instructores que te precederán en el salto
darán el empujoncito final a sus clientes, para acercarlos al abismo que
recorrerán sujetos por un estrecho cordón umbilical en forma de mosquetón.
Percibirás el pasado como si fuera presente y
ahondarás en el sustancial cambio que experimentó Laura desde entonces. Tu
cerebro te escupirá otra pregunta:
¿Cómo
puede una depresión irse a por tabaco una noche cualquiera, sin avisar?.
Buscarás caras de felicidad, vestidos nuevos y
cambios de peinado constantes que desde entonces tuvieron a Laura como
protagonista. Aunque no sabrás muy bien si ese entonces es atribuible al
cumpleaños, al salto en paracaídas o al sursuncorda,
sí sabrás que acabó con las malas caras, las culpas, los reproches y toda esa
parafernalia que la acompañaba.
Justo ante esa duda que te arrojará a un mundo
inexplorado, volverás a sentir cómo tu instructor te empuja, pegado a tu
espalda, hacia el abismo. Se te vendrá a la cabeza un número: Trescientos.
Repite el número: trescientos euros. Esa será la cifra que habrás pagado para
dejar que un maromo anclado a tu espalda se pegue a tu culo y te obligue a dar el último paso,
para bajar como en un suicidio hacia la inmensidad de un mantel que se intuye a
los pies. Otra duda se abrirá paso entre las cifras pagadas.
¿Qué
hago yo a un metro de hacer mi primer salto al vacío, si siempre he tenido
claro que ni el submarinismo ni lo deportes de aire me decían nada?.
Recordarás a Laura ese día que llegó a casa con un
tríptico. Recordarás que ponía 4000 pies en la primera hoja. Recordarás que te
dijo que le gustaban los hombres valientes. Recordarás que luego te dio un
mordisco en la oreja y también recordarás que llevabais mucho tiempo sin
hacerlo. Tanto recuerdo evitará que seas consciente de que el energúmeno te
habrá ido empujando y ya estaréis frente a la nada. Y cuando los recuerdos
estén tensando la textura del mono que te resguardará del viento a la altura de
la entrepierna, verás delante de ti el pulgar levantado del instructor, que te
parecerá proveniente de una-mano-sujeta-a-un-brazo-salida-de-tu-propio-cuerpo.
Simultáneamente al gesto escucharás un todo OK que te devolverá a la
realidad. Esa voz te hará recordar el significado de OK. Lo repetirás en
alto: CERO KILLED.
Luego, sin que tú puedas hacer nada, tu cerebro añadirá la
coletilla de momento. Todo parecerá una emboscada pero no sabrás si son
paranoias tuyas o es cierto que la han pergeñado Laura y el maromo que tienes
pegado a tu culo. Justo ahí serás tú el que obligará a tu cerebro a plantear
una nueva cuestión.
¿Por
qué has añadido esa coletilla a lo de “cero killed”?.
Tu cerebro invitado por ti vertebrará la
siguiente reflexión: si tú habías encontrado una oferta cien euros más barata
que el precio final, a santo de qué Laura decidió pagarte la diferencia para
que llegaras con tu figura de-cuarentón-sedentario-venida-a-menos a este lugar.
Por no hablar del interés de este instructor en concreto de ser él quien te
iniciara en el salto, cuando si te hubieran dejado elegir, probablemente
hubieras dicho que la instructora morena con nariz de águila pues, siendo
mujer, la sensibilidad seguramente fuera otra y además esa nariz aguileña que
tiene te trasmitió una extraña seguridad, mayor a la del bicharraco que ahora
está pegado a tu espaldas.
Volverás a mirar para abajo y sentirás vértigo,
mucho vértigo. A tus pies, allá a lo lejos, encontrarás un manto aterciopelado
difícil de definir, pero el vértigo que invadirá los rincones más distales de
tu cuerpo no se deberá tanto al vacío que vislumbrarás en esa avioneta que
estarás a punto de abandonar, como por las corazonadas que tu cerebro te gritará
para que abortes el salto.
Será el momento de hacerlo. No lo dudes.
Tampoco tardes: levantarás la mano para hacerles caso, y para decirles que tú,
ese cuarentón-desconfiado-que-odia-el-submarinismo-y-el-paracaidismo, lo dejas.
Justo en ese mismo momento, cuando tengas la boca abierta para decir prefiero
dejarlo, una presión mayor te empujará hacia abajo. Nacerá en tu boca una PRE que se quedará sola cuando la inercia os haya atrapado. Lo vivirás como
un duro golpe, y empezarás a tragar aire a borbotones, como si alguien te
estuviera metiendo puñados de espaguetis con tomate en la boca.
Detrás de vosotros solo quedará la instructora
con nariz de aguilucho y tu primo, que no tardarán en seguiros en el vuelo.
Incluso, contemplarás pocos segundos más tarde cómo os adelantan pese a haber
saltado después. Creerás que se debe a que sus cuerpos son más menudos y por
ende ofrecen menos resistencia al aire. La palabra aire invitará a tu cerebro a
plantearte otra cosa. Deja que lo haga:
¿Por
qué no le diste “aire” a Laura hace tiempo?.
Pensarás que ahí lleva razón. Eso, creerás, es
lo que tenías que haber hecho con Laura. Aire y ahora, en ese justo instante en
el que las dudas parecerán agua de cascada, cada uno podría estar por su lado,
pues ya llevaríais un par de años arrastrando una relación como quien arrastra
un cadáver hasta el maletero de su coche. Pero tú, ahora, en ese futuro en el
que todavía no estás pero temes que llegue, seguirás engullendo aire entre
otras razones porque decidiste no darle plantón a Laura en plena depresión.
Pero lo que menos te importará en ese descender
metros será lo que no hiciste o dejaste de hacer con Laura y tu cerebro,
volverá a plantearte dudas que aumentarán el ya de por sí acelerado ritmo
cardiaco.
Si
Laura saltó hacía diez meses, ¿por qué ese interés repentino, tres trimestres
más tarde para que yo lo probase?.
Esa última duda se te clavará en el estómago
rasgando viscosidades, mientras las gafas de seguridad se hundirán en tus
mofletudos pómulos, y el suelo estará un poco más cerca.
Entonces decidirás oponerte a tu cerebro
reptiliano, que se empeñará, como acostumbra a hacer, en generar desconfianza
constantemente. Enterrarás todos los miedos que iban a hacer del salto una
experiencia durísima, y tras varias frases sentenciadoras en las que despejarás
dudas afirmando que el instructor es un encanto, y que Laura lo único que
quería cuando te propuso el salto era animarte, y que luego le contarás todo lo
vivido, y ella revivirá el suyo y luego serás tú el que le dé un mordisco en la
oreja y cuando estés imaginando ese mordisco, que volverá a tensar la tela del
pantalón a la altura de la entrepierna, sucederá: sentirás un respiro en la
espalda que constatará la desconfianza que te estaba asediando. Tú cerebro esta
vez será más breve:
¿Cómo?,
¿qué?... no puede ser.
Un estado de perplejidad, mucho mayor al que
habías experimentado anteriormente, invadirá todo tu cuerpo. Para que te hagas
una idea: la sensación de desamparo será incluso mayor a la que sufriste cuando
te enteraste de que tu padre estaba enamorado de otro hombre. El alivio en la
presión que ejercía el cuerpo del mal bicho sobre tus costas, durará menos de
un segundo. La sensación de desamparo, algo menos de tres y luego se abrirá
paso en el interior de tu cuerpo un miedo atroz. Intentarás localizarlo, pero
este se moverá cómo una peonza, sin rumbo ni concierto. Y recordarás cómo
hacían con los brazos los saltadores en el trampolín gigante para darse la
vuelta en el verano pasado, mientras tú desde el sofá admirabas tanta gracilidad,
y empezarás a jugar con tus brazos hasta que estés boca arriba, mirando a un
cielo azul que se te atragantará como si tuvieras empacho por todos los
espaguetis con tomate que alguien ha metido en tu boca. Y la imagen será
desoladora. Ahí estará el mostrenco, independiente de tu cuerpo por primera vez
en los últimos diez minutos, a cinco metros de distancia, subiendo hacia
arriba, como queriendo remontar el camino hasta el portón de la avioneta. Con
las manos abiertas te dirá adiós. Mientras esbozará una sonrisa, que une ambas
orejas. Esperarás un poco antes de ordenar todas las imágenes que se
amontonarán en los recovecos de tu masa encefálica. Luego de manera natural solo
te saldrá maldecir a tu mujer y, tras ello, cuando se abra el paracaídas en ese
cuerpo despegado que debía estar sujetando el tuyo, que estará cayendo
irremediablemente hacia el punto y final, apreciarás cómo el artefacto
convertirá al escapista, que se hace llamar instructor, en
un-punto-colgado-de-una-exclamación que se perderá cielo arriba. Gira de nuevo,
pero hazlo de forma natural: cuando lo hagas te darás de bruces con la
realidad.
Las bocanadas de aire serán más lentas y, paradójicamente,
el tiempo de vida más corto. Te lamentarás, permitiendo que surjan numerosas
dudas sobre la que se alzará victoriosa una:
¿Cómo
no me di cuenta antes?.
Y mientras intentas encontrar la respuesta te
verás bajando, como Alicia en el país de
las maravillas, en un agujero que te parecerá irreal. Y en ese descenso,
superarás a los cuerpos parejos que convertidos en medusas de aire parecerán
ascender.
Primero la del aguilucho con tu primo, que te
mirará con ojos aterrorizados, y luego verás a los dos monitores precedentes,
con sus marsupiales bien cargaditos, cuyas miradas también estarán desbordadas
por el horror que esa caída sin red evoca.
¿Y
la coartada? ¿Qué va a alegar el tipejo este para defender su negligencia?.
Todo parecerá muy frágil y a la vez meditado, por eso,
recordarás el beso tan efusivo que te habrá dado Laura esa misma mañana. Ese
último beso se te repetirá como el ajo fresco en la boca. Menuda es, dirás
mientras aprecias la clara frontera entre el azul del mar y el resto de colores.
Y aunque te gustaría saber qué será del instructor tras el asesinato que
acabará de perpetrar, si no eres dueño de tu vida, husmear en el futuro de
otros te parecerá pueril.
¿Qué
me quedan?, ¿dos minutos de vida?,
¿tres?....
Desconocerás la respuesta exacta y lo lamentarás
levemente, pues si conocieras el tiempo de caída podrías priorizar los
pensamientos. No obstante proseguirás enzarzado en esa pelea contigo mismo y
con las cuestiones sin resolver que te asaltarán trabuco en mano, y te atacará
una duda mayor a las anteriores:
¿Cuándo
se habrá enrollado Laura con el hombre corpulento al que estabas enganchado?,
¿antes del salto que hizo hace diez meses o después?.
Te parecerá una duda existencial, en esencia
absurda e intrascendente, similar a la del huevo y la gallina, de esas que pese
a su inocuidad, se clavan entre el lóbulo frontal y el parietal y te mantienen
una vida rumiando la solución.
Harás una pausa para priorizar intereses, y con
ella surgirá la necesidad de zanjar la duda y repasar los momentos felices de
una vida que se te escapará en la vertical. Pese a tu empeño, te toparás con un
ego (tu propio ego), incapaz de frenar el impulso interior que habrá abordado
tu cerebro como el más fiero de los corsarios. Siempre fuiste un tipo curioso y
no querrás irte sin resolver esa inquietud. A tu lado pasará un pájaro que casi
se verá arrollado por la fuerza del descenso, y sentirás la presión del tiempo
que concluirá en ese reloj de arena en el que se habrá convertido lo que te
resta de vida.
Querrás darte prisa para poder atar todos los
cabos. Y sobre el ímpetu del cuándo, se impondrá discretamente otro:
¿Qué
motivos tiene Laura para algo así?.
Te asaltarán numerosos recuerdos: el aniversario pasado
que olvidaste en plena depresión; los flirteos de su hermana contigo en las
cenas de Nochebuena, aunque ella siempre lo viera al revés; el año previo a su
crisis cuando te negaste a ir de veraneo con sus padres; las fiestas del pueblo
en las que Patri, tu ex, te tocó el culo de broma y ella quiso ver algo más
pernicioso… No se te ocurrirá nada más y concluirás que no tienes culpa de nada
y que, a veces, el amor enajena. Para anclar bien esa idea acuérdate de la
película Atracción fatal. Qué mal lo
pasó Michael Douglas, pensarás. Tampoco te entretengas mucho con esos datos,
pues el tiempo apremia. Obedeciendo a esa voz en off que a veces nos habla,
pasarás por alto sus razones, hasta tal punto que ni siquiera juzgarás el grado
de enajenación de esa loca, pues todo lo recordado te parecerán nimiedades para
un ruptura, y mucho menos creerás que puedan ser coartadas que justifiquen un
asesinato. Entonces, tal vez para protegerte del futuro que se acaba,
recordarás que te comentó algo de una cena que tuvo Laura con los compañeros
del cole, en ese cole rancio lleno de vejestorios, en el que solo hacían dos
comidas a lo largo del año (atendiendo a la literalidad del término), pues tal
vez temían perder sus lustrosos vestiditos y trajes a las doce de la noche, o
que sus sencillos utilitarios, a esa misma hora, se tornasen en calabazas.
¿Y
si no fue de cena?.
¿Estaría
ya liada con este?.
¿Estarían
planeando mi muerte?.
Y te repetirás, de una manera más imperativa, que
debieras estar recapitulando todos los momentos felices de una vida que ya no
será tuya, en vez de respondiendo a preguntas estúpidas. Pero volverá a tu
cabeza el corsario más fiero, que en forma de duda querrá saber el mes exacto
de esa cena, porque llegar, llegó tarde, y esa certeza te impedirá abandonar
el pensamiento. Dependiendo de la fecha sopesarás, a nueve metros por segundo,
que tal vez esa cena fuera el comienzo del fin y sabiendo el comienzo del fin…
¿Qué
pasa sabiendo el comienzo del fin?.
Sabiendo el comienzo del fin la situación no
revertirá en nada pero… Dejarás de justificarte y podrás distinguir una zona
urbanizada debajo de ti, aledaña a campos sembrados con tonos ocres y
anaranjados, a la izquierda de un mar que cada vez ocupará más espacio en la
ventana de tus ojos.
Pero no. Por más prisa que te darás, no le
pondrás fecha a la cena, y tus ojos te indicarán que ya queda poco. La
sensación de engaño y, sobre todo, el no ser capaz de completar el puzle, te
aterrará más que la propia muerte, presente en el trágico descender como mero
granito en ese reloj de arena, que grano a grano, metro a metro, establecerá en
breve tu último suspiro. Con lo fácil que hubiera sido decirte que lo teníais
que dejar. Te hubiera dolido, porque al fin y al cabo esas cosas duelen, pero
aceptado el declive, tampoco hubiera pasado nada.
¿Quién
iba a negarse a la voluntad de romper una pareja desgastada?.
Te responderás que tú mismo lo estabas deseando, pero por
su depresión tal vez no lo hiciste.
¿Tal
vez fue enero?.
Pero no recordarás que hiciera frío. A lo mejor era otro
mes.
Pero…
¿por qué?.
Pensarás que Laura siempre ha sido muy cobarde para
afrontar las situaciones, y que, como tampoco tiene un gran sentido de la ética
y la estética, ese acto, tu caída libre sin paracaídas, no desentona mucho con
su yo profundo. Y así, cuando te des cuenta de que las azoteas casi se intuyen
en esas construcciones blanquecinas en medio del mantel multicolor, te urgirá
encontrar la fecha, pues no crees en otra vida y en ese momento, aunque
desearás creer, serás incapaz de reconstruir cuarenta años de ateísmo.
¿Qué
me quedan?, ¿treinta segundos?, ¿diez?....
En los campos podrás distinguir viviendas
aisladas, y no te acordarás de la fórmula para calcular la caída de un cuerpo.
Lamentarás no haber estado más atento de jovencillo en Física. Tal vez ahora
supieras el tiempo exacto de descenso. Pero todas las teorías serán bastante
ridículas, y tu vida ya no será vida.
Volverás a maldecir a Laura y recordarás que
esa cena pudo haber ocurrido en noviembre, que el frío tampoco aprieta mucho en
el sur, y verás, en medio del espacio, un terreno amarillo que caerá justo en
la vertical de tu descenso. Un escalofrío recorrerá tu grasiento cuerpo, cuyos
nutridos pliegues dibujarán ondulaciones por debajo de las prendas térmicas.
Lamentarás enormemente no disponer de varios kilómetros más de caída, que a
estas alturas del descenso, se te antojarán imprescindibles para poder
solucionar la inquietud que te estará amargando los últimos instantes de vida.
Maldito mes pensarás, y eso será todo lo que
podrás hacer, porque luego descubrirás unas gradas, y después de las gradas
todo será amarillo, y a los lados vislumbrarás las porterías, y terminarás
preguntándote:
¿Qué
ha estado haciendo Laura estos meses atrás cuando me iba al fútbol?.
Y con esta nueva duda encaramada a tu cerebro, sentirás
mayor congoja, y el desasosiego te hará apretar con fuerza los dientes.
Mientras, contemplarás cómo todo a tu alrededor es familiar, y querrás creer
que estás llegando a un córner, y lamentarás, más que haber elegido a Laura
como pareja, más que haberle sido fiel en todas las ocasiones en que pudiste no
hacerlo, más que haber aceptado la invitación para ese salto que te habrá
colocado a escasos metros de la muerte, más que cualquier otra cosa en el
mundo… lamentarás no saber en qué fecha exacta ella te fue infiel por primera vez, y… y dejarás de
ver, empapado en una tristeza que más tarde no se podrá apreciar entre tus
vísceras.
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