ENFRENTE (Ganador del VIII Concurso de Relatos Rafael Mir, 2020)

 

Imagínate cruzando el paso de peatones en esa calle aledaña al hospital. Un tipo tira una colilla al suelo. ¿Ves cómo da saltitos? Parece un errante meteorito. Pide un deseo: invocas al karma. Que la mala suerte haga justicia. Cuando levantas la cabeza para decir algo al viandante, te sorprende una papelera reventada. Ante la mierda esparcida, te enciendes por dentro. Todo a tu alrededor es mierda y más mierda. El poco civismo que nos quedaba ahora campa a sus anchas a la vista de todos. Recuerdas otras fechas, otros años, en los que las revueltas, gentes en la calle y adoquines del revés, anunciaba algo grande. Desde la toma de la Bastilla hasta la marcha sobre Washington. El poder de las personas hartas.

El señor de verde parpadea, como si todavía tuviéramos tiempo, pero la civilización lleva décadas caminando hacia atrás. Apresuras el paso. ¿Y ese energúmeno pitando? No entres en discusiones. No compensa gastar saliva. Míralo. ¿No te da pena? Es el tipo de homínido con carnet de conducir y bigote que solo necesita una chacha y a la guardia civil. Los nostálgicos del gris crecen como setas y el mundo a lo suyo, en plan cangrejo. Lo que te diga: un Moon Walker que dura años. ¿Qué sientes ante la decadencia de los barrios? ¿Qué te parece que la asepsia del hospital exista a las puertas de tanta mierda? ¿Y el sonido? ¿Qué opinas de la necedad del que más grita? Decides comerte las palabras, tan vulgares cuando se apoltronan de esa forma a las puertas de tu boca. ¿Qué vas a opinar, si a la propia universidad solo asisten trepas? Das pasos decididos, aprovechando una cólera que sopla a favor. Mientras, recuerdas el exceso. Estudiantes arañando puntos. Niñas de diecinueve, veinte… adecentadas con la ropa justa, para hacer de su visita, un pretexto. La intención siempre está ahí. Un aprobado fácil, alguien a quien señalar en la próxima revolución femenina. A esta llegan tarde. El Me too les coge con el cuerpo pidiendo salsa. Suena a la historia de siempre, catedrático. ¿No crees? Siempre son otros los culpables de tus pasos. Pero ahora no estás en esa calle mugrienta en la que te encuentras.

Qué cómoda es la memoria, ¿no? Ahora eres el tendero, en tu despacho. Un profesor joven, mirando y remirando el anzuelo como Piolín veía un dulce gatito. Pero por viejo ya no picas a la primera, ni a la segunda, aunque la voluptuosidad de Mercedes, y esa tímida forma de tocar con los nudillos en la puerta, no resistan tanto acto de constricción. Recuerdas la cuarta. Esa fue la vencida. Siempre hay una vencida, cuando los despachos son tan anchos. Ella misma cerró la puerta. Tú por el contrario, abriste el paquete. Esos pechos jóvenes, ¿cómo los añoras ahora, eh?, tan tersos pese a sus dimensiones. Indemnes a una gravedad que no se conoce, cuando todo es ligero y ella rubia. Pero las nuevas sociedades son así. Mercantilismo del rápido. Cuerpos de comer y tirar pensaste tú. Tirar, tiraste de ella hacia ti. ¿Recuerdas? Goloso acto de posesión. Esquivas la mierda con cara de asco. La imagen de Mercedes, entonces, ahora Merche, recorre tu cerebro y baja como cuerpo muerto por la médula hasta provocar una ligera erección. ¿Qué sucede ahí, entre las bragas de Merche, para que la ética sea secundaria? Un soplido. ¿Eso es todo lo que se te ocurre? Un soplido que precede esa manera todavía torpe de chupar.

            Imagina ahora que miras al frente. Al fondo están las escaleritas. ¿Cuántas veces las has subido? ¿Cuántas veces, al bajarlas, creíste que sería la última?¿Cuántas veces más podrás hacerlo? Eso ahora no te preocupa, ¿verdad? Ya estáis en el recinto, y a tu alrededor, se ven restos de las inmundas costumbres de los ciudadanos. Consumir y tirar mierda por doquier. ¿Cómo hemos vencido a la historia si somos tan estúpidos que nos cuesta mantener las mínimas convenciones sociales? Pero no te haces la pregunta, pues sería muy grotesco perder el tiempo en esas superfluidades. Y Merche ya no está ahí, en tu cabeza de gran pensador. ¿Has vuelto al presente? Tu rictus se vuelve a congelar mirando a esa chiquilla de cuatro años, con su pañuelito a la cabeza, rosa y morado, y su caminar alegre, sonriente, hablando con una madre, que también sonríe, aunque sabe que lo de su hija es un plato que nunca pidió ni quiso comerse.

            ¿Ahora te callas, verdad?, ¿dónde están los pequeños problemas de educación cuando una niña de esa edad tiene que pasar por ese trance?,¿qué habrá hecho esa niña para estar en la tesitura en la que se encuentra? Lucía se da la vuelta y te sonríe. Tú intentas devolverle la sonrisa. No te sale. Su vida se escapa. Ahora es una niña radiactiva mientras tú resultas un padre ausente. ¿Qué pasa con tantas horas en el despacho cuando la cuenta atrás se dedica a arrancarle los pelos sin dolor? Miras su sonrisa. Miras al lugar en el que debía tener cejas. Pero ya no están. Hace tiempo que no tiene cejas. Tanto tiempo como el que llevas guareciéndote dentro de Merche. ¿Eso suma o resta a la hora de hacer la declaración de la renta? Qué coño importa el dinero, profesor de historia, cuando tu mujer es lo único a lo que puede agarrarse Lucía, pues no entiende nada y tú no tienes tiempo para explicárselo. "Llegamos tarde", le dices a Elena y ella cierra los ojos. Tal vez con ellos cerrados no te vea. Tal vez no sepa que te gustan las tetas blancuzcas de las rubias cuando se saben rasurar el pubis, pero, al igual que tú, no nació ayer.

            Imagina que tu mujer después los abre, se apresura, mientras le hace una carantoña a Lucía. Son competencias adquiridas con la edad. Cuidar, soportar y tirar para adelante. Tal vez alguien hable de ellas. De las heroínas en los tiempos del consumir, cuando se creía que todo lo habían soportado antaño. Madres, abuelas… Luchadoras, resignadas. Tal vez ya ni te tenga en cuenta. No tienes ni idea de lo que pasa por su cabeza. Sabes todo acerca de todas las batallas. Pero la que está librando ahora tú mujer te resulta completamente desconocida. Casi ni coincidís si no fuera por las sesiones de quimio, o por los ingresos repentinos de semanas calmando la fiebre. Semanas ausente. Sin tu mesa de roble sobre la que darle la vuelta a Merche. Y tu erección se fue, como lejos quedó la papelera reventada, ahora que subís escaleras camino del hall del hospital.

            Imagina que la pareja que os precede hace un quiebro llamativo. Frente a vosotros aparece una mujer recién parida, hace dos o tres días. Eso no es tiempo para un profesor de historia. Bata de cola y zapatillas en los pies. Ahí tienes otra señal del fin de los tiempos. El racismo es fruto de la ignorancia, piensas. No vas a llamar la atención a la pareja que esquivó de esa manera tan evidente a los pobres gitanos por tener comportamientos mezquinos, ¿verdad? Eso sería dar una segunda bofetada sobre la mejilla ya dolorida a esa madre recién parida. ¿Qué haces tú? Sonríes a la gitana, aunque a tu hija te haya costado tanto y la saludas, como sueles saludar en todos los sitios. Un niño aprendiendo modales. Eso es, catedrático todo un gesto, una labor social que dirían otros. Ella os mira. Mira el pañuelo y luego mira a tu hija. La escruta de arriba abajo mientras baja escaleras. Luego se gira y le comenta a su pareja, "¡ay mira, Rufino, qué pena!". Lo hace con el disimulo que no han aprendido a manejar y tu mujer cierra por segunda vez los ojos. Tú lamentas que sean tan puros como una revolución cuando se está gestando, sin la estilosa forma que tienen los libros de contarla guerra siglos después. Todo a granel, como a granel se pesa la comida en el mercadillo ambulante. Y ese es el momento en el que escuchas a Rufino, tan gitano como promete el nombre, con esa forma de hablar que entrenan con los años:"¡Ay mira, si parece toda una pirata!". Con la boca muy abierta, como abre la boca Merche cuando se lo pides. Y tu mujer sigue andando, como si no escuchara a un gitano torpe, como si no se oliera un marido infiel, como si su hija que ahora lleva un pañuelo por cabello, fuera a ser siempre una niña risueña de cuatro años capaz de concentrar toda su atención.

¿Qué te parece la gracia del gitanito? Le miras de abajo arriba. No te agites profesor, no merece la pena. Cucarachas humanas te parecen todos con ese cerebro mellado. ¿Qué ha pasado para que ahora los compares con insectos? Valiente raza chabolista, viviendo y jodiendo con el dinero de todos. No te enfades, hombre. Podría ser tu hijo si no lo hubieras postergado tanto. Merche, pese a la juventud de sus padres, es mayor que él. Imagina que en tu mente no hay ninguna idea. Venga, imagina que eso no acaba de pasar. Pero tu mano se estira y coges al gitano por el antebrazo, como si estuvieras en esas escaleras para enseñarle algo importante. Luego das un tirón, con giro final, escaleras abajo. Llave de judo que quedó en la memoria para aparecer ahí, en unas escaleras de hospital. Y la mujer, o niña, grita con el bebé en brazos y tu mujer, porque todavía es tu mujer aunque no se llame Merche, agarra fuerte a Lucía y corre hacia la recepción del hospital. Y tú, que tantas batallitas cuentas en tus clases de Historia de las Guerras, te has convertido en un soldadito inglés alegre, camino del Somme. Y en la entrada unos gitanos, que no has visto porque tus ojos se clavan en Rufino, acuden a su encuentro. Y tú sigues pateando a esa rata inmunda, piensas, conqueunpiratahijodeputale dices. Y esas patadas van y vienen, pero los gitanos al rescate son más rápidos. Y el de seguridad a tu lado intenta detenerte. Pero ya no eres un hombre racional, cargado de ética y de estética. Mírate, ¿en qué te has convertido? Y las costillas del gitano suenan diferentes al estómago. Y eso no salvará a tu hija, pero un gitano menos, crees, será bueno para la sociedad. Al final mírate, pateando con alegría. ¿Dónde están las clases contando con horror impostado el conflicto entre hutus y tutsis? Patadas en su cabeza que escuecen en el empeine. Son preguntas para las que no hay tiempo pues la percusión de la espalda te suena especial. Gitanos que corren a socorrer a otro gitano. Ratas que se pelean por un trozo de carne. Y el golpear del hooligan que nunca quisiste ser, parece darte vida. El de seguridad lo intenta de nuevo. Advertir es lo único posible, ante una horda de gitanos. El dolor lo notarás más tarde. Los Pikolinos no tienen refuerzo de acero en la puntera. En algún segundo piensas que tal vez fue él quien, ante el júbilo de ser padre, pateó la papelera como ahora estás pateándolo tú. Y algo te golpea en las piernas, y el de seguridad, vapuleado por todos, intenta detener a los otros, pero no hay forma. Se aparta, hace una llamada con su walkie talkie.Dentro, desde la cristalera transparente, tu mujer mira aterrorizada la escena. Cuando dos disparos, suenan fuertes, como aleteo de palomas mensajeras. ¿Qué pasó en el Somme, soldado?, ¿te las prometías felices sin saber que una guerra siempre es una guerra? Y el policía que sale de urgencias, hace una llamada, y alguien dice que la navaja no, y los gritos de la gitana y el llanto de niños se mezclan con el silencio, en una rapidez de imágenes que ni una cámara al trote de un director experimental sabría reproducir. Todo es muy rápido, pero Merche ya no está encima, y su cuerpo, blanquecino, casi muerto, solo es una ilusión. El coche de policía aparece en escena, como cuando los buenos son los blancos, justo en el instante en el que Kit acudiría al rescate de Michael Knight. A tu hija la entretiene un celador, pero ella también quiere mirar. Y el policía te lleva para adentro antes de que los gitanos hagan cumplir la ley que escriben con sangre. La joven madre abalanzada sobre Rufino, es lo más parecido a una Piedad que verá en este siglo el hospital. Y tú, aturdido por el par de golpes y por la velocidad de tu respuesta, tal vez desmesurada, te dejas arrastrar.

            Imagina que te hablan desde el otro lado de la mampara de un coche patrulla, pero no entiendes tanta palabrería. En shock pero afortunado, así estás. Tal vez tuviste la suerte de un relevo policial a un preso hospitalizado o a lo mejor estaban de ronda. ¿Quién sabe? Solo es cuestión de suerte: a veces está y otras no. Por un momento hueles a pólvora, o lo que crees que es el olor a pólvora, pues en los libros la verdad está disecada. Luego te inquietas. No sabes por qué el coche se ha metido en un parking que parece reservado para los gerentes. Un policía baja mientras sigue hablando a su pechera. ¿Qué sucede, profesor? Tras la pausa, eterna, entra de nuevo, acelera el coche y tras abrir el portón, pasa por donde sigue tendido Rufino, ahora con varios médicos atendiéndole de tu paliza. La marabunta se vuelve hacia el coche, unas manos golpean el capó, y te insultan y dicen que estásmuertohijodelagranputa. Pero lo que estás es solo, solo detrás de un coche patrulla. Lejos de la cama en la que tenderán a tu hija para hacerle una broma sencillita, antes de repasar las constantes, con especial atención a las pupilas. Luego, pinchacito y análisis de rigor. Estarás lejos de tu mujer, lejos de su cerrar parpados, que desde que se enteró de la enfermedad de vuestra hija, es como sacar la cabeza para tomar aire, antes de sumergirse en el lodazal en el que se ha convertido vuestra existencia. Y como no, estarás lejos de Merche, de la Merche de culo grande y prieto, cuyo cuerpo, tan de comer y tirar, de verde que está todavía, hace las delicias de un catedrático que todo lo que sabe de historia lo desconoce de sí mismo. ¿Qué vas a hacer ahora con tu moral intachable? Y mientras las preguntas desfiguran un rosto que no para de mirarse en la mampara protectora que te separa de los dos policías, recuerdas esa canción de Siniestro Total que decía "esta noche el cuerpo me pide comisaría". Y tienes miedo, porque nunca antes te has pegado con nadie, porque todo lo que sabes de los conflictos lo leíste en una enciclopedia y porque el bueno de Rufino, torpe como él solo haciendo chistes, quedó tendido en el suelo mientras varios médicos intentaban reanimarlo.

            Imagina que se muere, o queda tocado y te llevan frente a un juez. ¿Qué le vas a decir?, ¿por qué le has pegado?, ¿en qué estabas pensando? Tú, que tan bien lo haces todo, y tan correcto eres depositando la basura en el contenedor correspondiente, ¿te has planteado alguna vez cuestiones que no acusen a los otros? Entérate ya, catedrático, ahora eres el que está enfrente, en la boca de todos. Una anécdota disparatada, una historia que saben los más allegados, los de la comisaria, unos cuantos médicos y una familia de gitanos. ¿Sabes lo que dicen de ti? Y tú, ¿qué opinas de ti, profesor?

 

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