COSA DE UN NOMBRE (Relato perteneciente al libro Habitación sin bombillas).


 Disculpe, ¿tiene fuego? Soy un desastre, continuamente dejo el encendedor en algún sitio lejos de mis bolsillos, y eso que mi madre siempre decía que uno solo es un hombre cuando no depende de los demás ni para lo más insignificante. Con su permiso voy a sentarme a su lado. No le importa, ¿verdad?

Sí, he sido yo quien le ha citado. Me gusta la gente directa. Aunque no lo crea, esa cualidad junto con la puntualidad dice mucho de la persona. Me llamo Rodrigo. Sospecho por esa mirada que usted ya lo sabe. Pero bueno. Entiendo que es uno de esos formalismos que se emplean para entrar en calor. De todas maneras no se preocupe. Ambos somos mayores para andarnos con ese tipo de falsos protocolos, por lo que intentaré evitarlo y, como usted ha hecho, también evitaré rodeos que nos alejen de lo importante.



¿Le puedo confesar algo?... creo que es curiosa la situación. Ya sabe… que ya nos conociéramos antes de tener la oportunidad de vernos. Pero bueno, a veces las mujeres y sus vidas pueden depararnos sorpresas. Y no crea que estoy ironizando. Mi madre no siempre tenía buen ojo, pero en esta ocasión creo que acertó, pues usted parece un hombre honrado. Además ella le debía querer mucho para asumir los riesgos que asumió.

De hecho, supongo que lo suyo era una bella historia, de esas que salen en el cine y que llenan las salas con parejas felices comiendo palomitas. Por eso le estaré eternamente agradecido, pues lo que es antes de conocerle, su vida carecía de valor… Entiendo que se lo contó.

No, no me mire con esa cara. ¿No sabía nada entonces? Pues sí, su vida era un infierno lleno de vejaciones, e incluso, en ocasiones golpes, de esos que quedan tatuados dentro de la piel, donde se esconde el alma. Eso sí, un infierno silencioso, pues luego siempre la veías con una sonrisa de oreja a oreja. Ahora me pregunto si esa sonrisa era una especie de flotador que le impedía hundirse o una simple impostura de quien tiene que guardar las formas para evitar el qué dirán. Pero ya ve, en la soledad de sus cuatro paredes, la mueca se le torcía... y tanto que se le torcía. Me cuesta creer que no hablaran de sus problemas. 

No, no mire el reloj, no le voy a robar mucho más tiempo, pero me parece justo dejar todo hablado y luego usted se va por su lado y yo por el mío.  

¿Por dónde iba?... Ah ya, ¿alguna vez le preguntó que de qué eran las ojeras que tenía? Seguro que no, que estaba tan ilusionado que la sangre le impedía atar cabos… Por no hablar de las magulladuras. No me dirá que no las vio. En fin, tampoco es usted el principal responsable, pues el que se las causaba era otro. Tal vez mamá quería protegerle, o tal vez lo hizo para no asustarle, por eso de que continuaran viéndose, pues sé que lo suyo era de verdad. Se le notaba en los ojos.

¿Que de qué quería protegerle? Me sorprende que a estas alturas todavía no lo sepa. Pues del viejo, de qué va a ser. Puede que tuviera miedo de un posible enfrentamiento del que salieran mal parados ambos, o qué sé yo. Conociendo al viejo, nada me parece imposible. Tiene la sangre caliente. Ya sabe, es de esos que tras explotar, preguntan. De todas formas, viéndolo desde otro ángulo, usted puede darle las gracias a ese bastardo, si no ¿de qué se hubieran conocido?  No es que yo ponga en duda su capacidad de seducción, pero creo que mi madre era por naturaleza fiel. Además, cuando vives con un animal de esas características, cualquier persona puede acercarte un pedacito de cielo. Y supongo que en este caso usted era esa vía de escape.

¿Cómo? ¿Qué podría haber hecho yo? A estas alturas, supongo que es fácil opinar, pero yo no estoy seguro de que un acercamiento mío hubiera evitado todo lo ocurrido. Aunque me arrepentiré lo que resta de vida de no haberlo intentado, pues en más de una ocasión estuve a punto de hacerlo y advertirle, para que usted tomara cartas en el asunto.

¿A qué me refiero? No se haga el tonto. Un par de llamadas a alguno de los que para en el Chivito, más lo que usted gana en un día y el prenda estaría muerto. Sin embargo, ahora, el único cadáver es el de mi madre. Ya ve, la pobre. ¿Y sabe cómo murió? ¿No se habrá creído usted lo del suicidio, no? ¿O cree que ella es de esas que se lanza al vacío por cuatro problemas? Si es así, ya le digo yo que no. Las crónicas siempre van a lo fácil y aunque estaba rota por dentro, sospecho que se aferraba a la vida y más desde que le conoció. La verdad, viéndole ahora, y escuchando las preguntas que me hace, no se ofenda, pero desconozco los alicientes que tenía para quererle, aunque es indudable que deseaba seguir viviendo. Eso un hijo lo sabe, igual que cualquiera reconoce el estado de ánimo de una madre solo por su voz.

No, no se vaya, todavía no. Además ahora llega lo importante. Mi madre está muerta porque esa tarde se lo contó todo. Pues si es por mi padre no se entera en la vida. Él, entre el trabajo, sus partidas de dominó, los vinitos y las vejaciones... no se enteraba de más. Pero mi madre, la pobre… Imagino que querría dejarle. Qué temeraria, ¿no cree? Pero así era ella, a pesar de su miedo, se dejaba guiar por su ingenuidad.

¿Que por qué se lo cuento tras cuatro meses? Pues es muy sencillo. Yo hablo ahora y usted escucha atentamente gracias a mi difunta madre, que mencionó su relación pero nunca dio su nombre. Desde entonces mi padre está muy nervioso. Con decirle que no se separa de su revólver. Y si se enterara de su nombre ya sabe a quién llenaría de plomo. No, no… No mire por la ventana, que no va a aparecer.

Diga algo. Pestañee por lo menos. ¿Se ha quedado mudo? No se inquiete, que todo tiene arreglo. En lo que a mí se refiere o me voy o doy pasaporte al muy cabrón, que por cierto, está deseando dárselo a usted. Y como tampoco quiero pasar lo que resta de mi juventud a la sombra, prefiero irme. Eso sí, sin dinero lo de emigrar es complicado. Mientras usted tenga presente que la riqueza puede comprar la muerte de otros, pero una cartera nunca para balas. Con mi desaparición se va su secreto, y muerto el perro…

Deje de temblar hombre, que parece que está viendo a la pelona. Y suelte la billetera que me va a terminar ofendiendo… A ver cuánto dinero lleva encima. No me diga que su vida cuesta tan poco. Multiplique esa cifra por mil y coja ahora la servilleta que tengo en la mano, en ella está apuntado el número de cuenta para que haga la transferencia antes de que termine la mañana, y recuerde Don Enrique, que si todo se hace según lo previsto, mi padre no tiene por qué saber su nombre.

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